El mundo de G. K. Chesterton
G. K. Chesterton (1874-1936) vive en un momento histórico crítico. La Gran Guerra fue el manifiesto fundacional de una nueva era que contempló la desaparición del mundo de los imperios, la victoria de la Revolución Rusa, la expansión de los autoritarismos y la consolidación de la cultura de la modernidad ante la tradicional que durante siglos había erigido unas sociedades estamentales y agrarias.
Un mundo en transformación (1715-1920)
Desde finales del siglo XVIII, el mundo inicia un periodo de profundas transformaciones que comportan el inicio de una era de hegemonía global económica y cultural, primero de Europa, y, desde el fin de la Gran Guerra (1914-1919), también de los Estados Unidos de América. Las revoluciones francesa (1789) y americana (1775-1783), la ilustración (1715-1789) y la Revolución Industrial (1760-1840) dejan atrás aquel mundo reconocido en todo el planeta, fundamentado en el desarrollo de la agricultura y del comercio, la diversidad cultural y religiosa y las comunidades estamentales o tribales. Este terremoto colectivo fue fruto de dinámicas y procesos sociales a la vez que emancipadores y violentos; desde el deseo de cambio pero, también, desde la resistencia ante la pérdida de valores e identidades ancestrales.
“Se habla de perspectiva histórica, y yo encuentro un exceso de perspectiva en la Historia; porque es la perspectiva la que convierte a un gigante en enano y a un enano en gigante. El pasado es como un gigante que se pierde en la distancia mientras sus pies siguen cerca de nosotros; a veces, unos pies de barro.” (G. K. Chesterton)
Del optimismo de la voluntad y de la Europa convulsa
Europa se transforma. La Revolución Francesa trastorna las estructuras políticas y culturales del continente. Se ilumina la idea de un mundo mejor, más civilizado, educado y científico que tendría que conllevar la paz entre los pueblos y más justicia a la nueva ciudadanía. Libertad, igualdad y fraternidad se levantan como pilares del nuevo mundo que se divisa. Pero las transformaciones no tan solo abrazan el mundo cultural y de las ideas, también el económico y el social. La Revolución Industrial, el imperialismo, la consolidación de los nacionalismos y las luchas del movimiento obrero iluminan contradicciones que derivan en unos enfrentamientos civiles y militares nunca vistos en Europa. La Guerra de Crimea (1853-1856), la Revolución Rusa (1917) y la Gran Guerra (1914-1919) son claros exponentes del grado de violencia que comporta el nacimiento de la modernidad en Europa. Imperios, naciones, trabajadores, sufragistas, laicos, religiosos, niños, científicos, militares, pacifistas, demócratas, autoritarios o ácratas: todos quieren salir en la fotografía del mundo contemporáneo.
Inglaterra, manifiesto del mundo industrial (1750-1920)
En la segunda mitad del siglo XVIII, se inician en Inglaterra y Escocia transformaciones económicas que modificarán la sociedad de la época y el futuro de la humanidad. Los adelantos tecnológicos y de la ciencia, la explosión demográfica, la expansión comercial, el colonialismo y la acumulación de excedentes financieros y de recursos básicos, llevarán a la formación de sociedades urbanas e industriales en que los estamentos serán sustituidos por las clases sociales (burguesía y obreros), y los poderes absolutistas, por nuevas estrategias políticas resultado del ideal liberal, expresado a través de las democracias burguesas y, en su reverso, por el socialismo de las clases trabajadoras. Inglaterra es el país de la Revolución industrial, con sus chimeneas, las grandes ciudades, el comercio internacional y la conflictividad social. Es la Inglaterra de la modernidad de Dickens, Darwin o William Turner; también la tradicional de Alfred Tenysson, el Movimiento de Oxford o William Holman Hunt.
Cataluña (1840-1936)
La Exposición Universal de Barcelona 1888 es la representación más fehaciente de la voluntad de los catalanes por integrarse dentro de las corrientes cosmopolitas de la Europa del siglo XIX. Es el único territorio del Reino de España que desde 1830 capitaliza un poderoso proceso de industrialización y de urbanización. A pesar de no disponer de materias primas y de localizarse en la Europa meridional –lejos del centro neurálgico de la economía europea– Cataluña aprovecha su tradición comercial y el buen oficio de sus menestrales para desarrollar una economía febril y un comercio de ámbito internacional. Si París es su referente cultural, político y financiero, Inglaterra se convierte en el modelo económico a seguir. La voluntad de no perder el tren de la modernidad comporta tejer nuevas estrategias desde las élites políticas y culturales catalanas. La Renaixença –como movimiento cultural– y su participación en la política española para establecer las reformas liberales son claros ejemplos de esta voluntad. Miseria urbana, migraciones masivas desde el campo a las ciudades, confrontación de clases sociales o un arte de vanguardia transgresor se convierten en otras realidades existentes, como paisaje social o expresión de una queja individual y colectiva ante una modernidad desaforada, y, demasiado a menudo, socialmente injusta.
La España demodada (1850-1931)
El siglo XIX en España señala una profunda crisis política, económica y de valores, con unas estructuras de poder que se muestran limitadas e impermeables ante los cambios que se producen allá donde el liberalismo y la Revolución Industrial se consolidan. A mediados de siglo, los periodos de reformas se ven condicionados tanto por la inestabilidad de unas colonias de ultramar que luchan por su independencia como por una corrupción en el país que hace del todo inviable el injerto de España con la modernidad. El efímero Sexenio Democrático (1868-1874) y la posterior proclamación de la I República española (1871-1873) no fueron suficientes para arraigarla. Y en 1874 se instaura de nuevo la monarquía borbónica con Alfonso XII. Este periodo de restauración fue también incapaz de gestionar la creciente conflictividad social fruto de un país empobrecido y, desde 1898, ya sin colonias de ultramar. La dictadura de Primo de Rivera (1923-1930), con el apoyo de Alfonso XIII, deja en evidencia el protagonismo (siempre latente) de los caudillos militares en la política España. La crisis económica internacional del 29 y la descomposición interna del sistema llevaron a una revuelta popular y de las clases medias, que apostaron en 1931 por el advenimiento de la II República española en un momento histórico condicionado por una profunda crisis del liberalismo y una fuerte expansión de los autoritarismos.
Espiritualidad, idealismo y materialismo
Chesterton es una figura arraigada a un país: Inglaterra, o todavía más, a su “Little England”, que vive una época de esplendor material e imperial, de progreso científico e industrial y, a la vez, un tiempo de crisis democrática y de grandes desigualdades, sobre la que proyecta una mirada crítica por medio de una obra literaria y periodística de gran influencia, por el número creciente de lectores de periódicos y revistas que lo seguían. Su reacción es de tono romántico, antimaterialista, que continúa hasta cierto punto la de los grandes autores victorianos que lo precedieron, como por ejemplo Charles Dickens, Matthew Arnold, William Morris o John Ruskin. Desde un optimismo idealista, propugnaba una revolución espiritual en la Inglaterra del cambio de siglo, presidida por la centralidad del arte y la cultura, mirando al pasado y a la tradición, para conservarla, para entender y mejorar el presente, e impregnado, ya desde los inicios de su obra, de una cosmovisión cristiana.
Del arte y de la literatura, del s. XIX al XX
Chesterton estudió bellas artes y se estrenó en el periodismo como crítico de arte y de literatura. Toda la obra de Chesterton está impregnada de un universo literario que va desde los cuentos de hadas, hasta la novela de aventuras, Stevenson, Dickens, pasando por el medievalismo de Walter Scott. No faltan las ideas ni el eco de las polémicas y de los debates políticos y sociales de su tiempo. Lo encontramos, por ejemplo, en su primera obra de ficción, Napoleón de Notting Hill (1904), una fantasía dramatizada en un pasado medieval, que se puede leer como un alegato antimperialista con el trasfondo de la Segunda Guerra de los Bóers. Desde esta primera ficción hasta las series de relatos del Father Brown, Chesterton cultiva la literatura de las ideas, incorporando temas y preocupaciones de la época y una filosofía propia: un rasgo característico de la literatura eduardiana de un tiempo de transición que llega hasta la I Guerra Mundial. Chesterton, con H. G. Wells, Joseph Conrad, John Galsworthy, Beatrix Potter, o Kenneth Grahame, entre otros, contribuyeron a integrar la ficción y la literatura en el corazón de los barrios londinenses y de los suburbios de Inglaterra.